Fotografía: Galería Flickr de Abode of Chaos. Algunos derechos reservados.

Alfonso Pedrosa. Ahí va mi cuarto a espadas sobre el Real Decreto-ley 16/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones. Lo he leído detenidamente y pienso que puede ser un ejercicio interesante, teniendo en cuenta el calado de sus planteamientos, darse un paseo por su articulado.

El texto posee un cuerpo de disposiciones generales, cinco capítulos (asistencia sanitaria, cartera de servicios, cohesión y garantía financiera, prestación farmacéutica y recursos humanos) y una batería de disposiciones adicionales. Intentaré trocear los desvaríos que se me vayan ocurriendo en varias entregas. En la de ahora intentaré explicar mis impresiones de conjunto y lo que me ha sugerido la lectura de las disposiciones generales.

Desde el punto de vista político, este decreto-ley es un error. Porque apuesta unilateralmente por un cambio de rumbo del Sistema Nacional de Salud (SNS). Es legítima la acción de gobierno, pero no lo es cambiar las reglas de juego del patrimonio común sin preguntar a los dueños de ese patrimonio: la gente. El SNS no es de ningún partido: es de todos. Que la defensa operativa del concepto de SNS haya quedado adscrita, por la fuerza de los hechos, salvo rectificación posterior, a una de las dos sensibilidades políticas del Parlamento predominantes en España, es un fracaso. Es más: es una aberración. Y, desde el punto de vista partidista, un acto suicida, probablemente relacionado con un enfoque borroso de la realidad y con una interpretación equivocada del respaldo innegable e inédito que ha recibido en las urnas el partido que sustenta hoy al Gobierno de la Nación.

Desde el punto de vista técnico, es contradictorio: algunas de las propuestas de mejora de la eficiencia del SNS son lógicas, viables, necesarias. Sin embargo, el engranaje completo no conduce únicamente a mejorar lo que hay, sino a transformar el sistema en otra cosa. No es lo mismo hacer reformas en una casa que tirarla abajo, quizá dejando solo la fachada en pie, y construir otra nueva desde los cimientos. Hay medidas en el articulado de los cinco capítulos del decreto-ley y en sus disposiciones adicionales que hubieran podido aplicarse, orientadas a la viabilidad del SNS, sin romper sus costuras. Una vez más, se demuestra que el contexto determina el sentido de la acción. Hubiera sido posible hacerlo de otra manera. No se ha querido, no se ha podido o no se ha sabido cómo hacerlo. Ni siquiera el argumento de la situación de emergencia económica justifica plantear a lo bestia y a las claras no los recortes presupuestarios, sino la transición de un sistema de protección social a otro de aseguramiento. Es, simplemente, ignorar la Historia de España y las señas de identidad de un país definidas a lo largo de pautas de convivencia de siglos.

Desde el punto de vista estratégico, el decreto-ley es una obra de arte si la perspectiva de su génesis y finalidad se ubica en la respuesta a las demandas de intereses concretos, la mayoría de ellos legítimos y probablemente apoyados en el convencimiento honesto de que el concepto de Estado ha periclitado hace ya tiempo y que las sociedades humanas desarrolladas se articulan en torno a comunidades de empresas. Pero creo que aquí hay una confusión de ideas. Por un lado, el origen de lo público no se encuentra en el Estado, sino en lo común. Y por otro, lo público no es sinónimo de empleo público, ni mucho menos de blindaje funcionarial. Cambien el Estado, si quieren (es más, seguro que hay cosas que cambiar). Pero dejen en paz a mis raíces. En cualquier caso, en este decreto-ley, no se han tenido en cuenta de manera equilibrada todas sensibilidades en juego al respecto. Se ha impuesto sin dudar el discurso de la competitividad, sin mirar mucho a los lados, invocando razones de supervivencia económica y dando por demostrado que el único camino de supervivencia posible es el que se ha elegido. La gente una vez más asiste al secuestro institucional de la agenda pública. Abundando en la fineza estratégica del decreto-ley, tengo para mí que esto no se ha decidido en un calentón cubatero. Quizá la decisión de actuar así y ahora tenga que ver con las urgencias presupuestarias y la presión de la UE, pero el fondo del asunto se viene cocinando desde hace tiempo. Al menos, algunos recetarios ya estaban accesibles al público y, al repasarlos, he encontrado en ellos el inconfundible aroma de algunas escuelas de alta cocina. O de alquimia, podríamos decir.

En cualquier caso, los alquimistas del decreto-ley abren su texto con una monumental reprimenda a todo lo que se mueva: caos normativo, descoordinación, prestaciones desconectadas de la realidad socioeconómica y falta de rigor y énfasis en la eficiencia del sistema… Eso habría llevado al SNS al borde del precipicio. Y ahora hay que purgar los viejos pecados. Como ejemplos presuntamente incontrovertibles de que eso es así, se traen a colación en el texto dos indicadores verdaderamente sorprendentes para quien conozca un poco las tripas del SNS, pero útiles para hacer visibles a los currantes, machacados y agobiados por llegar a fin de mes, el cachondeo y el despilfarro (que los ha habido) perpetrados alegremente: los abusos de los extranjeros y el hiperconsumo de medicamentos. Para ello, se menciona al Tribunal de Cuentas (nota de prensa, aquí; informe de referencia, aquí) y a los datos de gestión medioambiental de los residuos de medicamentos; el Sigre, vamos.

Y tras la reprimenda, el primer clic del cambio de rumbo: puesto que los currantes son los que pagan todo esto, planteémosles a ellos la solución del enigma de la Esfinge. Pongamos un poco de orden. Porque es precisamente esa falta de orden la que nos ha llevado al despeñadero. Poner orden significa distinguir y que esa distinción tenga consecuencias. El SNS ya no es sobre todo una garantía de derechos ciudadanos, sino un sistema de gestión del aseguramiento sanitario mayormente de los currantes que cotizan a la Seguridad Social. El sistema velará, pues, por sus asegurados. Pero el problema es que los conceptos de ciudadano y asegurado no son exactamente sinónimos. Un ciudadano tiene derechos intrínsecos a esa condición, un asegurado compra sus derechos, paga por ellos al cotizar. ¿El lumpen se queda fuera? No, claro que no. Pero no porque el lumpen tenga derechos (en cualquier caso, su posesión no es intrínseca, sino graciable), sino porque nosotros somos buenos. Benéficos. Benefactores. Hasta cierto punto y mientras el desembolso para pagar el aseguramiento de otros sea directamente proporcional a nuestra mala conciencia. Entonces, el lumpen seremos todos (o casi).

El tramo final de las disposiciones generales, además de contener algún que otro poltergeist (control de donaciones de órganos y tejidos), ofrece una perla de intenso sabor jacobino: «Las comunidades autónomas han extendido el derecho de cobertura sanitaria de forma diversa y sin tener en cuenta la legislación sobre aseguramiento, poniendo en riesgo la solvencia del propio Sistema Nacional de Salud». Recentralización. Todos los caminos deben volver a pasar por Madrid, nodo exclusivo de poder e influencia. Y de paso, se echa leña al fuego de los victimismos identitarios. Los demás, especialmente en el Sur, que somos muy graciosos, hablamos con acento raro, no damos un palo al agua y estamos todo el día de cervecitas al sol, nos quedamos para recibir veraneantes. Que es lo nuestro. Y luego habrá quien se pregunte al norte de Despeñaperros por qué por aquí abajo pasa lo que pasa.