Alfonso Pedrosa. Sigamos deconstruyendo un poco más. Una de las líneas argumentales más sólidas a favor del desmantelamiento del Sistema Nacional de Salud (SNS) en España se basa en la devaluación constatada del concepto de lo público. Lo público no funciona si no es a base de dopaje presupuestario y, desde luego, lo público no puede ser eficiente por sí mismo, sin la protección de lo oficial. Lo público, en tiempos de crisis, debe ser abandonado y el SNS, en el mejor de los casos, mantenido bajo mínimos, justo en la frontera del estallido social. Un estallido social al que, un minuto antes de producirse, se le presentará una bonita colección de culpables a mano: los políticos corruptos y los inmigrantes, primero, y los ultraconsumidores de recursos (vale decir, pobres, viejos y lisiados), después.

 

Creo que esa solidez argumental se cimenta sobre un equívoco: la idea de que lo público no es de nadie.

 

Esa idea se alimenta de dos fuentes fundamentalmente. La primera es la enorme dificultad de los seres humanos contemporáneos occidentales para conjugar la primera persona del plural: vivimos en islas de privacidad que defendemos rabiosamente de cualquier intrusión, somos gente a-islada. Únicamente nos importa aquello que sentimos que afecta directamente a nuestra individualidad. De hecho, es esa deriva, iniciada mucho tiempo atrás, la que ha hecho de la conceptualización hegeliana del Estado la matriz forzada y forzosa de la cohesión social. Lo que, a su vez, como efecto rebote genialmente intuido por Nietzsche y su tradición posmoderna, pone en cuestión la legitimidad de la misma existencia del Estado.

 

La segunda fuente de la idea que deja el concepto de lo público flotando a la deriva afectiva y efectiva en el magma de la pertenencia social y cultural es la migración, primero, y la disolución, después, de la idea de bien común: la cosa pública, la res publica, aquello que no se toca en beneficio de un solo individuo sino en pro de lo común, de la comunidad. Eso eran los derechos de ciudadanía en la Roma clásica, las grandes roturaciones de espacios conquistados al bosque en la Europa Medieval y las prestaciones sociales con las que el Estado moderno quiso amalgamar las sociedades rotas después de las hecatombes bélicas del siglo XX. A todo eso se le llamó lo público. Y coincidía en gran medida con el concepto de bien común.

 

El bien común migró de lo público expulsado por los errores en su gestión, los horrores de la corrupción y el adormecimiento de la conciencia ética individual (eso que, en palabras de Sabato, nos hace creer que gozar es ir de compras). Y, fuera de los mimbres institucionales, no supo transformarse, no supo habitar en otros territorios conceptuales. Esa idea murió para los seres humanos contemporáneos entre las causas y azares (que diría Silvio Rodríguez) de lo cotidiano. No hay ya un bien común, sólo confluencia de intereses individuales en un momento dado.

 

Como consecuencia, el SNS, como parte de lo público, dejó de ser una realización del bien común para convertirse en un constructo del que nadie se hace verdaderamente responsable. Y si no es de nadie, sólo es un espacio para el saqueo.

 

Sin embargo, quizá por un cierto optimismo impenitente y contumaz (quiero decir, concedo que sea algo irracional), estoy convencido de que es posible el retorno de la noción de bien común al corazón de lo público. Al menos, me parece que vale la pena intentarlo, hacerlo posible. El punto de partida es pequeño, mínimo en sus dimensiones, pero con un potencial de crecimiento una y otra vez demostrado a lo largo de la Historia: la necesidad de comunicación de los seres humanos. Vivimos aislados, sí, pero estamos obligados a darnos los buenos días cuando nos cruzamos en el portal. Y eso es el principio de una comunidad, a pesar de vivir en un mundo donde la gente quiere más a su perro que a su madre. Quiero decir, no es absolutamente una locura repensar lo cotidiano sabiéndonos los unos huéspedes de los otros (Steiner, San Pablo). Por eso, es en los entornos de comunidades informales, aún no filtradas por el patronaje institucional, donde lo común, lo aportado por todos en beneficio de todos, puede cristalizar en lo público. El modo en que eso se integra otra vez en el concepto de Estado debe definirse después de la reconstrucción, pues el mismo Estado tiene que experimentar sus propios procesos de cambio. Y se abrirá, entonces, una oportunidad para redefinir el mismo Estado desde la idea del bien común y no al revés, algo que, como es sabido, nos ha dado ya bastantes dolores de cabeza.